El aplauso

Qué fastidio vivir para el aplauso. En un clap clap constante se retuerce el alboroto detrás del telón. Mi novio dice aquí ahora vete ven vete ven. Y luego píntate calla habla y una sucesión atropellada de imperativos amontonados en un discurso dictatorial que yo asumo con el vaivén de la cabeza, “sí, sí, mi amo(r)” (“sí, sí, señor”), y vengo voy hablo callo y soy más flaca o más gorda a voluntad, por encargo, a domicilio, para que al final del día me caiga un beso en la frente o la caricia de un perro o un susurro frágil que contenga la palabra amor. Y él detrás delante encima abajo no así suéltate dame más, y yo detrás delante encima abajo no me dejes puedo cambiar puedo darte más. ¿Ahora te quedarás el viernes por la noche? Soy quien tú quieres. ¿Me amas? Avísame, contéstame. Ven conmigo. ¿Me amas? Qué fastidio. Qué fastidio vivir para un abrazo.

Qué fastidio vivir para el aplauso. El estómago encogido, la piel erizada, los sentidos alerta. ¿A qué hora dicen que empieza la función? Y el público… ¿llenará la sala? ¿Qué querrán de mí? Mi maquillaje, lo necesito. Yo no puedo salir sin maquillaje. He preparado el discurso: palabras, préstamos, recortes de periódico. Qué fastidio vivir para el aplauso. Tener que saltar y botar, escalar, pender de las cuerdas, y pensar: aquí está la oportunidad, aquí el momento, sé Miss Simpatía, sonrisa bonita, labia, labia, labia. Luego hundir las rodillas, implantarme en la boca el pico de un loro y repetir discursos inculcados que dicen “sí, sí, sí, sí” y nunca “no, no, no, no”. Y el alma se diluye en ácidos, se expone aderezada en vitrinas ajenas, se revierte, se colapsa: no soy yo, es el eco, son los otros, son las cifras. ¿Qué soy? No recuerdo. ¿Era algo? No lo sé. Acaso un álbum de disfraces a conveniencia; una saltarina constante que masca migajas de amor en los halagos huecos, y no lo alcanzo: siempre hay más, siempre hay tiempos y límites; el amor ajeno es fugaz, volátil, cambiante. Qué fastidio vivir para ese amor. Qué fastidio vivir para el aplauso.

Un clap clap constante. Sí, otra vez, clap clap. Estoy aquí, y una medalla me da la victoria y el público aplaude. Clap. Clap. Clap. Mis amigos… no sé si todavía me quieren. Quiero gustarles. Pero aplauden con miradas yermas. Mi novio dice “hay otra”. Qué fastidio vivir para su abrazo. Mi boca dice “haré lo que quieras, puedo cambiar, dime qué he hecho mal y cambiaré, puedo ser como…”. Hay gente que me detesta. ¿Por qué? Lo siento. ¿Qué debo cambiar? Cuánto desprecio. Clap, clap. Entre palma y palma, un golpe sonoro resquebraja el espacio. Yo estoy en medio de las manos de todos. Entre palma y palma, golpe. Entre palma y palma, clap, crack. Estoy tan rota. Añoro el silencio. Quiero llorar. Debo bajar; este escenario es demasiado alto, qué terrible es pisar la altura, qué soledad la de las tarimas (la de la gloria), qué frío en el pico de las torres. Dura el aplauso. Amigos, no se vayan; también soy como ustedes, puedo pensar como ustedes, adherirme a ustedes. Pero no se vayan. Clap, clap. La sala llena, la actriz en el escenario, y el aplauso se prolonga. Cuánto ruido. Qué fastidio vivir para el aplauso. Hay una brecha infinita entre el escenario y el público. Las butacas me son ajenas; no las alcanzo. La función acaba, todos se abrazarán en el anonimato de un bar, y yo de regreso al camerino con mis medallas a ahogarme en el bote de un desmaquillante que no funciona o a dejar los ojos fijos en la puerta a la espera de una mano dulce que la abra, una mano que no golpee, que se deslice, que no haga clap, clap, crack.

No sé quién soy más allá del ruido, más allá de los amos o de esta nebulosa incesante que me construye desde que quise, como se suele decir, “labrarme un nombre”. ¿Qué nombre? Estas son las migajas de mi mendicidad. Qué fastidio. Y ahora… ¿soy persona? ¿Soy valiosa? ¿Soy una actriz, una mujer, una estrella, un eco, una nada, una novia abandonada en el altar? ¿Soy algo más allá del aplauso? ¿Soy el aplauso? ¿Soy?

Desde la virtualidad

¡Alto! ¡Tierra a la vista! ¡Alto, navegante, alto! Que ya hemos llegado; barre el escritorio, cierra las ventanas. ¡Alto! Que no entre ni una pizca de texto. Cierra las ventanas para que el viento nos desordene. ¿Y estos documentos, capitana? A la papelera, todos a la papelera. Son las lamentaciones de adolescencia, y ya no tienen sentido. Pero, capitana, ¿y los trabajos? A la papelera también. Ve y deshoja las carpetas, y todo lo que sea texto (y lo que sea viejo) tíralo a la papelera y luego vacíala, que ya se encargarán de hacer el reciclaje. Y cierra las ventanas, ciérralas, que ya veo la tierra firme al fondo y me distrae el ruido. ¿De verdad le molesta el ruido, capitana? Si están sonando los nocturnos de Chopin… ¿No se ve más bonita la tierra con banda sonora de fondo? ¡Que cierres las ventanas! Todas, todas sin excepción.

(Un clic, y silencio.)

Ya está, capitana: las he cerrado. Dije que todas. ¿Y esta que da a la universidad? Ciérrala, ciérrala, que ahí no hay nada nuevo. ¿Y esta? En esta sí que hay novedades, capitana: le han dejado ocho mensajes que todavía no ha leído y Juanito Pérez está esperando por la confirmación de su amistad y tiene que decidir si va a asistir o no al concierto del sábado y aún no ha visto las fotos de Mengano en la playa y no le ha respondido todavía al comentario de… ¡Para, para! Por todos los santos habidos y por haber, esa ciérrala ya y ciérrala con llave y tira la llave por la borda y arranca la borda y tapia el mar con ella y luego pon encima la piedra de Sísifo y siéntate encima y sienta encima a Sísifo y llama a todo el santo Olimpo para que se siente encima, pero que esa ventana no vuelva a abrirse mientras dure la expedición. Capitana, capitana, que Juanito se va a enfadar con usted si no le contesta pronto. Calla, calla, deja a Juanito para más tarde y mira esto. A la orden, capitana, a la orden…

(Otro clic, y un silencio denso.)

La capitana abandona el barco y la recibe una estancia que le parece ajena. Una delgada película de polvo se ha adueñado del mobiliario, pero la puerta está abierta y los alisios esparcen el polvo con una dulcísima delicadeza maternal. Fuera se yergue, firme, un universo tridimensional, envuelto en una primavera odorífera. A un lado, las montañas duermen un sueño plácido con los senos apuntando al cielo. Al otro, la mar auténtica ronronea contra el muelle y sobre las costas. La tierra fresca acuna el imperio de flores coloridas que ha parido mayo.

—Bienvenido, amigo mío —dice la capitana—, a las extraordinarias maravillas del Viejo Mundo. ¡Ah, sí! Por fin un poco de silencio. Por fin una primavera que sabe y que huele. Ya te dije que valía la pena el viaje.

(Los pájaros cantan. Las flores ondean. Los coches ladran. El viento sopla.)

El problema de la conjunción adversativa “pero” en el español actual

«Me das la razón cada vez que no lees un texto porque lo consideras muy largo. Me das la razón cada vez que dejas la lectura de un texto para más tarde. Y está feo darle la razón a quien no sabes si la tiene y, lo que es peor, a quien puede necesitarte urgentemente para que lo saques de su error».

En el principio era el Verbo, y del Verbo derivó la Acción. En el Verbo estaba la vida y el Verbo fue el artífice máximo de todas las cosas. Por la gracia de la Pachamama, el Verbo fue hecho carne y tuvo a bien contenerse, detenerse y, en fin, sustantivarse en una palabra sola que connotaba la inmensidad del universo y superaba las quinientas acepciones. Esta palabra no era otra que humano. En los primeros tiempos, antes del pecado original, para definir a un humano bastaba con decir que era ‘la acción hecha carne’. Y la acción hecha carne circulaba, incansable, por todos los rincones del Paraíso: su curiosidad natural la impulsaba a investigar el funcionamiento de su propio mundo y a aprovechar su potencialidad creadora para construir nuevas cosas sobre lo construido. Para todo lo nuevo que el humano moldeaba con sus manos eminentemente verbales había un sustantivo que tenía el enorme poder de congelar, como una fotografía, la realidad y de convertir en estático lo dinámico, con el objetivo de establecer cimientos fijos desde los que el verbo carnal pudiera dar rienda suelta a la magia creadora de su acción.

En el Paraíso el humano podía utilizar como ingredientes para sus obras todos los materiales y las energías que, amable y generosa, le ofrecía la Pachamama. Solo había un árbol cuyo fruto estaba prohibido tomar y cuya madera estaba prohibido cortar. Este árbol era conocido como el “árbol del conocimiento del obrar y del desobrar”. Durante siglos y eras completas, los humanos, entretenidos como estaban con la inmensidad de su universo, respetaron fielmente la prohibición y levantaron un muro casi infranqueable para proteger al árbol prohibido de la curiosidad. Así, en un frenesí imbatible de acciones que ponían en movimiento todas las cosas, el mundo se transformó sin parar y se crearon todas las lenguas, las artes, las ciudades y las ciencias imaginables. Día tras día, en alguna parte del Paraíso aparecía un nuevo invento que era el resultado de la imparable y poderosa acción humana. Todo consistía en hacer y hacer, y ni siquiera los períodos de sueño suponían un riesgo para la acción, porque la mente humana era tan poderosa y tan puramente verbal que los sueños no eran otra cosa que toneles de ideas que estos primeros hombres llevaban a la práctica en cuanto despuntaba el sol.

El día en que se descubrió que la conjunción copulativa y podía repetirse infinitas veces en un fenómeno conocido como polisíndeton, el progreso de la humanidad fue imparable y comenzaron a levantarse edificios gigantescos y se abrieron universidades que eran centros de conocimiento donde las ciencias y las artes proliferaban como flores en primavera y los humanos viajaron y se desplazaron y construyeron barcos y trenes y coches y aviones y conocieron a gentes de todos los países y vivieron tantas vidas y amistades y amores tan intensos y dinámicos y frenéticos que no había hombre ni mujer en el mundo que no pudiera contar a los veinte años hazañas dignas de los cantares de gesta más inverosímiles y estrafalarios y todo esto era posible porque los humanos adoraban enlazar todas sus acciones, una tras otra, casi sin descanso por medio del uso repetido de la conjunción y, que llegó a ser tan venerada y tan importante que en todas las plazas de todas las ciudades y los pueblos había una estatua gigantesca con forma de Y, y todos los padres les ponían a sus hijos nombres que empezaban por y, o que contenían la y, con el fin de preservar en sus nombres el espíritu de adición que caracterizaba a la conjunción copulativa. La vida era, entonces, movimiento, acción y suma. Las mejores biografías se escribían con verbos y polisíndetos: nació y creció y viajó y surcó e inventó y conoció y amó y odió y, y, y. Se había decidido, ya en los primeros tiempos (y era la ley primordial de todas las sociedades), que toda oración, para ser oración, tenía que llevar forzosamente un verbo, y nadie concebía otra posibilidad.

Durante estas eras anteriores a los perotiempos, en las aventureras sociedades humanas sucedían cosas que resultarían totalmente desconcertantes para todos los que nacieron tras el pecado original. Eran tiempos en los que los políticos hacían política, los enseñantes enseñaban, los músicos hacían música, los escritores escribían, los cocineros cocinaban, los viajeros viajaban y hasta los estudiantes estudiaban. Las universidades eran fuentes de conocimiento en las que, con pasión y con devoción y con gusto, enseñantes y aprendices se reunían para contribuir al progreso de su ciencia con el gigantesco poder creador de su acción, y esto era lo cotidiano y lo coherente y lo normal, y no estaba mal visto que el estudiante quisiera aprender, porque, de hecho, era cosa de locos tan solo imaginar que aprender por el gusto de aprender podía ser una actividad inútil, improductiva o una pérdida de tiempo. Los primeros hombres creían que el aprendizaje era el único modo de progresar individual y socialmente, y, por eso, todas las acciones eran concebidas como piezas de un aprendizaje mayor: ir a la universidad era aprendizaje y también era aprendizaje viajar a tierras extrañas y conocer a personas extrañas y amar y reír y llorar y debatir y hablar. Era aprendizaje todo lo que fuera acción, porque todo lo que era acción era verbo, y todo lo que era verbo era creación. Antes de los perotiempos, el mundo estaba habitado por humanos que eran auténticos dioses.

El fin de este paraíso llegó cuando un grupo de humanos, movido por su infinita curiosidad, halló la forma de franquear el muro infranqueable que custodiaba el árbol de la ciencia del obrar y del desobrar. Durante una noche trágica, faltando el debido respeto a la Pachamama, decidieron tomar los frutos prohibidos. Y entonces todo cambió. Entonces se cometió el pecado original y al pecado original lo sucedió la caída del hombre y la expulsión del Paraíso. Los rebeldes —y, con ellos, todos los demás— descubrieron emociones que hasta el momento no habían conocido: eran el miedo, la envidia, la vergüenza y la pereza. Para evitar su caída habría bastado con respetar la prohibición o con escupir el fruto antes de tragarlo o con movilizarse para pedirle una oportunidad a la Pachamama, pero resultó que, por primera vez, los humanos decidieron no hacer nada, porque descubrieron el dudoso gusto del no hacer, y la caída se produjo a la velocidad del rayo y entonces apareció la primera conjunción adversativa, que era pero, y se convirtió rápidamente en la palabra favorita de los humanos de lo que posteriormente se vendría a llamar «los perotiempos».

Desde entonces, aquellos que dormían solo lo necesario para recomponer el cuerpo porque no podían aguantarse las ganas para empezar a vivir, con emoción, las aventuras del día, se decían al abrir los ojos: «¿pero para qué voy a levantarme si me puedo quedar aquí?». Acostados en camas que nadie se molestaba en cambiar, fueran mullidas o incómodas, repasaban una y otra vez, en un ciclo sin fin, todas las cosas que su naturaleza verbal los impulsaba a hacer, pero para toda oración había siempre un pero, un pero que iba haciéndose cada vez más grande y pesado y cada vez más frecuente hasta el punto de que aprovechaba para colarse en medio de todas las iniciativas. La acción había sido, hasta entonces, bonita y provechosa, pero ahora suponía un gasto de energía que los humanos ya no sabían si valía la pena realizar. Los políticos querían gobernar y hacer política, pero gobernar un país era muy difícil y requería mucho tiempo y cuando no era por el sueño era por el hambre y cuando no era por el hambre era por las ganas de tumbarse en el sofá a mirar el techo y cuando no era por el sofá era por las noches de mariscada y cerveza (que si antes de los perotiempos duraban solo la noche, ahora duraban la noche de la acción y, además, todas las horas restantes del día, que se empleaban en pensar en todas las ventajas y los inconvenientes de una noche de mariscada y cerveza y en el poco tiempo que hay para gobernar y en el tiempo todavía más escaso que queda para disfrutar). Los enseñantes querían enseñar a sus alumnos, pero la desmotivación en las aulas era intensa y preocupante y no se podía hacer nada por cambiarla y para que a uno no lo escuchen lo mejor será callarse y cumplir con el trabajo y luego recibir el sueldo para acostarse por la noche en un sofá cómodo a pensar en lo mal que va el mundo y en lo catastrófica que es la educación. Los músicos querían componer música, pero el Gobierno no apoyaba a los músicos y de alguna manera hay que ganarse el pan así que habrá que hacer otra cosa o no hacer nada si no puedo hacer otra cosa porque tengo que esperar a tener un trabajo y mientras espero no puedo componer música porque no tiene sentido porque no sirve para nada porque la sociedad no apoya a los músicos. Y lo mismo les sucedía a los escritores, que querían escribir pero nunca tenían ganas ni tiempo porque el Gobierno, la sociedad, la vida, el ajetreo, los planes, la casa, el perro, el novio, el sol, el calor, el frío, el ventilador, el bar, la cerveza, las clases, el dinero, para qué, para nada, si nadie me va a hacer caso, ¿quién me LEE?, si me sale mal, si esto, si lo otro, si lo de más allá.

Sucedía lo mismo con EL resto de las profesiones, de tal modo que los humanos cayeron en una espiral de desidia y de desgana en la que la acción se convirtió en una obligación tormentosa y el aprendizaje en un martirio constante, y los verbos hechos carne se transformaron en verbos quebrados que vivían como autómatas en la monotonía de un TEXTO perezoso y que se dejaban llevar por la corriente de unas cosas extrañas que se inventaron: casualidad, providencia, destino y suerte. Estos eran los dioses de la nueva era: nadie podía probar su existencia, pero todos tenían fe en ellos. Y así, la pandemia de la inacción se extendió por ENTERO no solo en el ámbito de lo profesional, sino también en el de los quehaceres cotidianos y en el de las relaciones interpersonales. Quiero viajar, pero el dinero. Quiero salir con, pero. Quiero conocer a, pero. Quiero ir, pero. Quiero decirle que, pero. Los peros eran glotones y estaban bien alimentados. Pronto ocupaban tanto espacio que peroempezaron a colarse en peromedio de las otras palabras.

La invasión de las conjunperos perosativas era un fenómeno mundial, pero el lugar que se consideraba iniciador y núcleo duro de los perotiempos era un país llamado España, que luego peropasó a llamarse Peroespaña, porque fue el primer rincón del universo en jactarse de la peropereza y en incluirla en sus peroleyes y en sus perogestiones de gobierno, llegando a declarar la Primera Peroconstitución y a encabezar la redacción de los Derperoechos Perohumanos Uniperosales. Los españoles —hoy peroespañoles— se quejaron y quisieron movilizarse y oponerse a que el Gobierno decretara la Peroconstitución, pero resultó que la votación se hizo el veinticinco de diciembre y las vacaciones, la resaca, la fiesta, el frío, el colegio queda lejos, es domingo, así que en vez de votar optaron por perovotar en silencio y desde la inacción de la perocama y emplearon el perodía en buscar las razones más variopintas y enrevesadas para perojustificar su NO movilidad y los que al final decidieron que era mejor votar que perovotar llegaron a las perournas después de Nochevieja, de Reyes y del cumpleaños de mi abuela y del de la abuela del vecino, y para entonces los perotiempos ya estaban perórquicamente instalados en el Reino de Peroespaña.

La tragedia de los peroespañoles resultó ser que eran plenamente peroconscientes de su peroblema, pero, sin embargo, les asustaba moverse para hacer un perocambio o SOLO les faltaba perotivación y perovoluntad para regresar a los tiempos anteriores al peropecado. Así que los peroespañoles peroctuales decidieron que era más cómodo dedicarse a las peroquejas desganadas y a los perolloriqueos y a las peroexcusas y a escribir en tono quejica perotextos sobre el peroblema de las perunciones adperotivas en el peroespañol actual. Para no sentirse tan culpables por peroceder a LA peropereza, descargaron las culpas sobre los peroperezosos líderes que en nada perorrepresentaban el espíritu peroespañol —que siempre tiene tantas ganas de obrar, pero resulta que, pero es que, pero luego— y, al tiempo, si quedaba algún rezagado que creyera que los días dan para mucho y que se puede vivir con pasión y que vale la pena entregarse por entero a las experiencias y actividades y aprendizajes lo perobautizaron con palabras como iluso, perroflauta, friki, empollón, rarito, idealista o loco, y se inventaron las peroprisiones para encerrarlos y que no siguieran peromolestando al resto de los peroespañoles que querían seguir teniendo cosas de las que peroquejarse y por las que convertirse en perovíctimas del peroterrible perosistema.

Infestada de peros, la perolengua peroespañola se corromperó de una peromanera aluciperonante. Los diccionarios peropasaron a ser peroccionarios constituidos solo por peros que valían para cada perosona y para cada perodía del peroaño y para cada perodecisión que requiriera una peroexcusa perourgente para no perotomarla. Peromiedos y peroperezas extremas perollevaron a las perouniversidades a ser cada vez menos peroxigentes y a perorreducir sus contenidos hasta que las perolecciones pudieran aprenderse al mismo perotiempo que los peroespañoles se perorrascaban perofusamente distintas partes de sus perocuerpos y peronsaban en lo insoportable del perocalor o del perofrío y en lo perocruel que es el mundo que quiero perohacer tantas cosas pero nunca peropuedo por esto, por lo otro, por esto, por lo otro, por esto. Las perociencias y las peroartes se consumieron a una perolocidad nunca vista peroantes y los hombres siempre peroestáticos engordaron al perorritmo de los peros. Y resultó que entonces pero, que pero, pero y pero, pero, pero yo, pero tú, pero luego, claro, luego, y después pero, pero después pero, no pero, y sí pero, pero, peropeperopero, pero y más pero, y tanto pero y pero. Pero y pero los peros, no perosabía que los peros y más pero, pero pero peropero pero pero; pero pero, pero, pero o pero. Aunque pero pero pero, y pero pero peropero. Pero peropero pero pero peropero pero, en pero pero cuando pero, no pero y pero pero pero. Pero, pero y pero. Pero, pero, pero, peropero pero pero peropero.

P. D. Me das la razón si has llegado hasta aquí solo leyendo lo que está en NEGRITA MAYÚSCULA. Me das la razón si has llegado hasta aquí dándole para abajo sin leer el texto. En cambio, si has sido un niño bueno y te lo has leído todo, entonces te felicito. No me has dado la razón, me la has quitado por completo, pero has hecho algo mejor: me has hecho el gusto. Y te doy mi más sincera enhorabuena, porque acabas de dar un pequeño primer paso para ponerle fin a los perotiempos.

No merezco tus costumbres

No merezco tus costumbres
ni tus miedos
ni tampoco los ladridos
de los collares de tus perros
ni las tardes que se frenan
como aviones sin tiempo
ni los clavos que se tuercen
en tu cruz vacía y silenciosa.
No merezco, no,
que en la noche moribunda
tú me olvides
como si fuera nadie
y aparezcas luego,
cuando soy el viento,
para ceñirme el velo,
para encordarme.

Yo confieso

He besado a un hombre que callaba
en sus labios el rocío de todos los tiempos,
y Dios sabe cuánto disfruté de sus formas:
espolón, cuadrado, lluvia de colores.
Nos deslizamos por el mundo
con el discurrir de las estaciones,
en valles donde el viento traía
una suave cadencia de velos blancos y arroz.

He amado a un hombre. Y ese hombre no es cualquiera:
es el Hombre,
el Artífice de un paraíso que es solo nuestro,
la libertad prisionera a la que unos cantaron,
por la que otros murieron
en una noche del alma muy oscura y serena.

Y es por eso
que si yo fuera mujer y fuera mujer el hombre
o si yo fuera hombre y él mujer
o yo mujer y él hombre
todavía lo amaría, la amaría,
por la forma en que siguiera
descorchando ámbar fósil
del fondo de la tierra,
porque él se presentó sin cadenas
con la antorcha ardiente del Robo
para quemar mis cadenas.

Yo amo a un hombre. A un hombre
que llueve suavemente sobre la ciudad
cuando la tarde ambarina vomita sus escombros
sobre rosales que florecen.

Sobre la auxiliaridad

Era un hombre por definición, pero designaba infinitas realidades: connotaba la inmensidad del universo y superaba las quinientas acepciones. Era singular en su vivienda y plural en las casas de los otros; adjetivo, para la novia y los amigos; sustantivo, para la madre y el padre. No con todos ellos concordaba ni con todos compartía sintagma.

Para su perro, adyacente tierno, era siempre verbo imperativo, núcleo oracional eterno e inmutable. Para él mismo era un verbo en gerundio, que se deslizaba, temeroso, hacia el futuro. Para todos los que no he nombrado, carecía de significación primaria.

Era una unidad semántica con tantas variantes contextuales como distinta fuera su posición. Fiel a su categoría en solitario, se transponía, tembloroso, al besar otras palabras. Fue tal el poder de sus metamorfosis lingüísticas que terminaron por ver en él poco más que un significante vacío nutrido de la esencia de otros signos.

Un día creyó, frente al espejo, que se había contagiado del mal de la desemantización. Pero no era cierto. Una cosa es el significado primario y otra el referencial. Un signo se compone de significante y significado. Todo el que vive es verbo y dicen que en los verbos no existe la auxiliaridad.

Decíamos ayer…

Decíamos ayer que para comenzar con buen pie un proyecto nuevo lo primero es la voluntad y lo segundo, la constancia. Podríamos añadir un tercer requisito: la seguridad. Sin una pizca de atrevimiento y de autoconfianza cualquier inicio, por deseado que sea, corre el riesgo de postergarse hasta el infinito. Para que esto no ocurra (y para alejarme un poco más de esa terrible maraña del no hacer), inauguro este espacio que pretendo convertir, como quien decora su habitación, en una expresión más de mis inquietudes.

Espero que quienes me lean encuentren aquí algo, por pequeño que sea, que les resulte de utilidad, de disfrute o de entretenimiento. Es lo menos que puedo ofrecerle a quien me regala su tiempo. Dicen que compartiendo siempre se gana, y a partir de este momento comparto con ustedes uno de mis bienes más preciados: las palabras. Que nadie se sorprenda si hablo de ellas desde la primera entrada. Ya sabemos de la afición que tiene el Verbo a colarse en los principios de las cosas.

Sin más que añadir, me dirijo a ti, lector, para agradecerte tu visita y tu tiempo. Muchas gracias.